2016-08-09

La (Primer) Tormenta de Acero

Soldados británicos atacando 'por arriba' en la Batalla del Somme.
Hay una cantidad de destrucción y violencia que los humanos ya no podemos visualizar, de igual manera que no podemos imaginar distancias o tiempos más allá de los que estamos acostumbrados en nuestra vida diaria. Quizá Stalin tuvo razón cuando dijo "La muerte de una persona es una tragedia; la de millones, una estadística." Algo tiene el relato personal de la tragedia que la hace más viva que el simple conteo final de muertos y heridos. Existen muchos libros en esta tradición de documentación de las catástrofes humanas y, en particular, de la guerra. Entre ellos, Storm of Steel (In Stahlgewittern, o Tormenta de Acero) de Ernst Jünger es un documento único: a diferencia de los cronistas y novelistas de la Primera Guerra Mundial como Remarque (alemán), Gibbs o Graves (ingleses), Jünger relata directamente el qué y el cómo de las cosas, sin mencionar o cuestionar, en una sola ocasión, el porqué.

La destrucción desatada entre 1914 y 1918 fue de tal escala que llevó a una contemplación mundial sobre el propósito de toda la guerra en sí, y terminó por fin con la noción romántica, muy del siglo XIX, de una guerra gloriosa por la que todo joven debía pasar si es que deseaba ser hombre. Jünger resiste comentarios al respecto de la ética o la política del conflicto y simplemente relata, a manera de un diario extremadamente pulido, lo que le tocó vivir desde que llegó al Frente Oeste por primera vez en enero de 1915, unos cinco meses después de que hubiera iniciado la guerra.

Un libro como este, personal y anecdótico, es muchas veces más efectivo en cuestiones de comunicar el desastre humano que fue la Primera Guerra Mundial a comparación de las cifras por sí solas: 38 millones de muertos y heridos rebasan toda la imaginación, hasta que relatores como Jünger nos dan lujo de detalle de decenas de ellos, incluyéndolo a él mismo: sobrevivió el conflicto a pesar de recibir cinco disparos, dos lesiones por ojivas de artillería, una munición antipersonal (shrapnel, o esquirlas), cuatro lesiones por granadas de fragmentación y dos impactos de balas fragmentadas que encontraron sus objetivos en otros de sus compañeros.

El primer encuentro de Jünger con la muerte fue pasivo, en forma de los cuerpos de soldados enemigos en una zona que recién capturaron:
...me ubiqué en una posición a la orilla del bosque previamente controlado por los franceses. Un olor algo dulce y un bulto atrapado en el alambre de púas llamaron mi atención... salí de la trinchera y encontré un cuerpo francés encogido. Piel como de pescado con hongos se veía entre las rasgaduras del uniforme. Dando la vuelta, me eché para atrás con horror: junto a mí, había otra figura acurrucada junto a un árbol. Todavía tenía un reluciente arnés francés y una mochila completamente equipada. Ojos vacíos y poco cabello en el cráneo azulado indicaban que hacía tiempo que este hombre no estaba entre los vivos. Había otro, sentado, echado hacia el frente hacia sus pies, como si acabara de colapsar. En todo alrededor había docenas más, podridos, secos, tiesos y momificados, congelados en la muerte. Los franceses debieron haber pasado meses entre sus camaradas caídos sin enterrarlos.
Soldado francés como el primero que encontró Jünger (este cayó en Verdun).
Los soldados de todos los frentes tuvieron que luchar entre los muertos por necesidad: primero, retirar los cadáveres ante el constante fuego de artillería y ametralladoras era una manera segura de convertirse en cadáver uno mismo; segundo, enterrar los cuerpos era un ejercicio completamente inútil porque las constantes municiones de artillería y granadas los acabarían por desenterrar y regar sus fragmentos por doquier de todos modos; tercero, podían servir de escudos contra las balas; y cuarto, los mismos soldados, al avanzar poco a poco sus posiciones, cavaban nuevas trincheras y acababan por desenterrar todo ellos mismos. Jünger, al igual que los franceses e ingleses del Frente Oeste, se encontraron con que cada vez que cavaban sus laberintos el suelo estaba repleto de los restos de sus compañeros y enemigos en distintos estados de descomposición. Cada vez que un ejército era despedazado por artillería, sus soldados se convertían en composta que encontraría el siguiente ejército, y el ciclo se repetía docenas de veces en unos pocos kilómetros cuadrados.
Mecanismo de las ojivas antipersonal.
Los muertos eran, muchas veces, solo parte del problema. Además, los soldados en las trincheras se enfrentaban a las constantes lluvias en la frontera franco-alemana y a los ejércitos de ratas y piojos que acompañan a los ejércitos de humanos. Frecuentemente, había que luchar en agua hasta el pecho dentro de las trincheras (podían ser de 3 a 4 metros de profundo), y era común ver ratas nadando alrededor, tal vez llevando una mano o un pie a su madriguera. Durante los ataques con gas, muchas de estas ratas y otras alimañas quedaban muertas por el cloro o fosgeno y se convertían a su vez en focos de infección.

Artillería inglesa (ojivas de 60 libras).
Pelear al lado de los muertos, tanto compañeros como enemigos, es un tema recurrente de la Primera Guerra Mundial. Diría que es el tema principal, de no ser por la situación que le da el título al libro: una vez que Jünger llega al frente, difícilmente pasa más de una página sin que se encuentren bajo ataque de artillería enemiga, o contemplando un ataque lanzado por su propia artillería. Ojivas de altos explosivos y antipersonal caían constantemente, a ritmos que son inimaginables para nosotros hasta usar algo de aritmética. Como ejemplo, en la Batalla de Somme, donde participó Jünger, los ingleses dispararon hacia ellos 1.5 millones de proyectiles en los 5 días previos a la batalla, como "preparación", y otros 250 mil más el día 1 de julio de 1916, antes del avance de la infantería. Va de nuevo: cayeron tres proyectiles sobre las posiciones alemanas cada segundo, durante seis días, y entonces comenzó la batalla. (Al final de ese primer día hubo 20 mil muertos ingleses y 10 mil alemanes; la batalla duró cuatro meses más).

Batalla de Somme, tropas inglesas. A los 2 minutos se ven dos ataques 'por arriba' desde las trincheras y se observa soldados que colapsan inmediatamente, alcanzados por fuego de ametralladora o francotiradores. (La música, para quienes les interese, es el Pie Jesu del Requiem de Andrew Lloyd Webber.)
La cantidad total de proyectiles de artillería lanzados en la guerra es incalculable; he visto aproximaciones que van desde 500 millones y hasta 1,000 millones de ojivas de artillería lanzadas entre ingleses, franceses y alemanes (un cálculo rápido usando la última cifra da 28,538 ojivas por hora durante los cuatro años del conflicto). Hasta el día de hoy, millones de proyectiles "bobos" que no explotaron al hacer impacto hace cien años siguen en los campos franceses y han provocado cientos de muertes de civiles desde entonces; se han designado áreas de cientos de kilómetros cuadrados donde hoy el acceso es completamente prohibido.



Por si no fueran suficientes los embates del enemigo y los elementos, una cantidad incalculable de soldados murieron de manera absolutamente inútil en accidentes e instancias de fuego amigo. Jünger comenta que una noche uno de sus compañeros, que andaba paseando por las trincheras, recibió disparos de sus propios soldados porque no pudo decir la contraseña cuando se le pidió: era tartamudo. En otra ocasión, otro soldado regresó después de salir armado hasta los dientes en busca de enemigos sin encontrar ninguno; se estaba vaciando los bolsillos cuando el seguro de una de tantas granadas que llevaba se atoró dentro de su pantalón y quedó hecho pedazos.  En otro incidente, en medio de una batalla nocturna entre alemanes y franceses, en la que nadie estaba seguro de quién era quién, un alemán quiso lanzar una bengala para poder ver a sus compañeros y enemigos y ayudarlos a luchar o escapar. El problema fue que se equivocó y lanzó una bengala roja en vez de blanca, y esto fue una señal a su propia artillería de dónde dirigir el fuego; acabó por matar docenas de sus propios compañeros.

Jünger no se guarda detalles de lo que vivió en casi cuatro años expuesto a estos horrores, y es por esto que su relato ha oscilado tanto entre la alabanza y la censura. Pasajes como el siguiente le valieron ser etiquetado de sensacionalista, pero (como podrán ver un poco más abajo) probablemente estaba ejerciendo una mesura incalculable:
Recibimos disparos desde un fortín integrado a la trinchera, y entonces salimos por la escalera más cercana para poder ver bien. Mientras intercambiábamos fuego con los ocupantes, uno de nuestros hombres cayó plano como si hubiera recibido un golpe de un puño invisible. Una bala había perforado su casco e hizo un surco a lo largo de su cráneo. A través de la lesión pude ver su cerebro subir y bajar con cada palpitación, y sin embargo fue capaz de regresar por sí solo. Tuve que recordarle que dejara su mochila, y le imploré que se fuera despacio y tuviera cuidado.

Con horrores como esos siendo cotidianos, la medicina tuvo que avanzar rápidamente; en particular, la cirugía plástica se volvió indispensable. Asomar la cabeza por encima de una trinchera ante el fuego de ametralladoras y francotiradores lo exponía a uno a quedar horriblemente desfigurado en caso de sobrevivir a un disparo. Además, y quizá lo más novedoso de este conflicto, los soldados quedaron traumados por completo; miles de hombres jóvenes, que no habían recibido un solo disparo, acabaron dementes por la cantidad astronómica de municiones de artillería dirigida hacia ellos.

Lesiones físicas y psíquicas de la guerra (imágenes fuertes).
En lo poco que se filtra de la Guerra hacia el público en general, hay algunos relatos esperanzadores de soldados intercambiando bienes en Navidad, o quizá cooperando para permitir la retirada de muertos y heridos por médicos y equipos con camillas. Jünger confirma algunos de estos destellos de humanidad entre la barbarie del conflicto, y reproduzco uno protagonizado por él mismo, casi al final de la guerra, en el infierno de la Segunda Batalla de Somme:
Entonces vi a mi primer enemigo. Una figura en uniforme café, aparentemente lesionado, agachado a unos 20 pasos en medio del camino maltrecho, sosteniéndose con sus manos en el suelo. Di la vuelta hacia él, y nos vimos el uno al otro. Vi que brincó cuando me le acerqué, y me vio con ojos desorbitados, mientras que yo, con mi cara tras mi pistola, lo aceché lenta y fríamente. Ocurriría una escena sangrienta sin testigos. Era un alivio para mí finalmente tener un enemigo enfrente y a mi alcance. Puse el cañón contra su sien—él estaba paralizado con miedo—y con la otra mano lo tomé de su túnica, sintiendo sus medallas e insignias. Un oficial; debió tener un puesto de mando en estas trincheras. Con un sonido lastimero sacó de su bolsillo no un arma, sino una fotografía que sostuvo ante mí. En ella lo vi rodeado de sus familiares, sobre una terraza.

Fue una plegaria desde otro mundo. Más tarde, pensé que fue mera suerte que lo dejara ir y me fuera por mi camino. Ese hombre es el que más seguido aparece en mis sueños. Espero que eso signifique que logró ver su patria de nuevo.
Ernst Jünger (1895-1998).


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