Es una pregunta recurrente en filosofía cómo es que ésta logra progresar, si acaso. Para esto he encontrado dos respuestas que me han servido mucho, ambas de parte de físicos sumamente ilustrados en filosofía. La primera, escuchada a Tim Maudlin en un podcast que ya no puedo encontrar, es que efectivamente, la filosofía avanza y lo hace constantemente. Lo que sucede es que en cuanto esclarece problemas y logra "aterrizarlos", éstos se desprenden de la filosofía para convertirse propiamente en especialidades, y frecuentemente acaban como ciencias. Un ejemplo claro y actual de este proceso es la transición (o fusión, si prefieren) de la filosofía de la mente con la neurociencia, la neurología y la psicología. Antes, la política, economía e incluso lo que hoy llamaríamos "ciencias duras" eran parte del quehacer de filósofos (recordemos que "filosofía natural" era el término para lo que hacían, digamos, Galileo o Newton).
La segunda respuesta proviene de Sean Carroll, en un podcast reciente en oposición al filósofo Phillip Goff, debatiendo sobre panpsiquismo. Me desviaría mucho en explicar el tema, pero el punto que quiero rescatar es que, como dice Carroll ahí, la ciencia no solamente hace preguntas, sino que las contesta y procede con lo que sigue o, incluso, las descarta como mal planteadas o irrelevantes. (Ocasionalmente también las puede revisitar, si las descartó indebidamente.)
En la ciencia, y especialmente en la física, uno aprende que la intuición y el sentido común son poco o nada útiles para entender cómo funciona el mundo real. En el mejor de los casos, uno tiene que reentrenar su intuición o, con mucha frecuencia, hacerla a un lado por completo y ver qué dicen los cálculos y la evidencia. Mucho de lo que intuimos del mundo está mal o—como decimos en la física—ni siquiera está mal.
Lo anterior me hace pensar que algunos "problemas" filosóficos clásicos, como el problema de qué define la identidad de una persona, llevan miles de años debatiéndose porque no se pueden traducir a términos coherentes que se puedan ligar a la realidad. No es que sean problemas irresolubles; es que ni siquiera son problemas. (Esta es la observación que hizo Wittgenstein, al menos en su etapa temprana.)
Lectores de este sitio verán que escribo y leo mucho sobre temas de política y democracia—para ser un físico dedicado al software, al menos—. Algo frecuente que encuentro en libros y artículos sobre política es la discusión extensa sobre quién es, y quién representa, a "el pueblo" en una democracia. A veces el término se da por entendido, mientras que otras veces se dedican capítulos enteros a definir y debatir qué es, quién cuenta como parte de él, y quién lo representa. Por razonamiento como el expuesto aquí arriba, he llegado a la conclusión algo Thatcheriana de que "el pueblo" no existe.
Súbditos es un término fácil de definir y comprender, sin necesidad de filosofía política o de la que sea. Ciudadanos requiere algo más de espacio, pero también es claro. Pueblo es un punto medio que, dependiendo del contexto, puede referirse a una u otra cosa, o a ninguna. Es un recurso retórico que usan los populistas para evitar los otros dos términos, porque éstos no les convienen.
Los AMLOs del mundo, los Erdogans, los Morales, los Maduros y demás autoritarios populistas piensan en sus gobernados como súbditos pero, por más tontos que son, saben que no pueden decirles así en voz alta (aunque AMLO ha llamado a sus seguidores mascotas y solovinos). Saben que en una democracia son, legal o aspiracionalmente al menos, ciudadanos. Pero eso implica que tienen obligaciones, derechos y, crucialmente, igualdad legal ante el gobernante—y eso no lo pueden permitir—. Pueblo es un término cómodo, lo suficientemente ambiguo para que los populistas no tengan que preocuparse por delatarse o exponerse retóricamente.
Esto no quiere decir que lo hagan a propósito. El típico autoritario bananero latinoamericano no llega a tanto. Es un ser necesariamente limitado—de lo contrario no sería populista—. Usar el vocablo pueblo es el camino de menor resistencia, cosa que la gente menos competente toma por naturaleza. Incluso tiene menos sílabas que los otros. (La excepción a esta regla pudiera ser Putin, pero probablemente es porque, aunque su retórica es populista, su mente y su propósito no: es un gángster medianamente competente dedicado a ordeñar su país mientras puede, cobrando cuotas de "protección" a una veintena de oligarcas que hacen el trabajo sucio de saquear a la ciudadanía.)
El avance de la vida democrática, como el de la filosofía, depende de que podamos liberarnos de conceptos huecos y supersticiosos que nos desvían de las preguntas bien planteadas que sí deberían estarnos preocupando, y que pudieran desecharse por incoherentes, sugerir una línea de investigación bien definida o, incluso, tener respuestas decisivas y contundentes. Yendo al grano: ¿queremos ser súbditos o ciudadanos?