2016-08-17

Evolución para Necios

Un aspecto curioso de la teoría de la evolución es que todo mundo cree que la entiende.
—Jacques Monod

Especialmente los que la niegan. Y es sorprendente la ignorancia voluntaria de los creacionistas, nacida de su necedad y cerrazón (auto)impuestas por su deshonestidad intelectual o, dicho por otro nombre, fe. Y es que han logrado hacer de mentirse a sí mismos una virtud, siempre que se haga con fervor. Hay un debate constante entre científicos y el público científicamente culto acerca de qué tan útil o inútil, o qué tan necesario o innecesario es el debatir con estas personas. ¿Debería un matemático tomarse tiempo para debatir sobre numerología? ¿Cuánto tiempo se le daría en una clase de historia a un neonazi, en pro de "escuchar el otro lado del debate"? Y sin embargo, lo equivalente a estas situaciones es la norma en salones de biología de la Unión Americana, por no decir nada de Medio Oriente y África; en muchos otros lugares, el laicismo ha logrado mantener la superstición tensamente fuera de las aulas, resistiendo embates constantes de alumnos y, sobre todo, sus padres.

Un paso previo a entrar en el debate de cómo manejar la situación es entender de qué estamos hablando, y para eso el libro de Coyne es el primero en la lista de lo que debería ser lectura obligada para alguien científicamente competente (otros son The Extended Phenotype de Dawkins y, por supuesto, The Origin of Species de Darwin). Coyne tiene otro volumen (Faith Versus Fact; La Fe en contra de Los Hechos) dedicado al conflicto entre ciencia y religión, que probablemente estaré discutiendo aquí también en algún punto. Ese libro nació de la reacción que recibió de Why Evolution is True (Por qué la evolución es cierta). En gira promoviendo el libro allá por 2009, Coyne expuso caso tras caso como el siguiente:
Uno de los peores diseños de la naturaleza es demostrado en el nervio laríngeo recurrente de los mamíferos. Corre desde el cerbro hacia la laringe, ayudándonos a hablar y tragar. Lo curioso es que es mucho más largo de lo que debería ser. En vez de tomar la ruta directa del cerebro a la laringe, que es como un pie [30 cm] en humanos, el nervio desciende hacia el pecho, se envuelve en la aorta y un ligamento derivado de una arteria, y luego sube de nuevo ("recurre") para conectar con la laringe. Acaba siendo tres pies [90 cm] de largo. En las jirafas el nervio toma un camino similar, pero a lo largo de todo el cuello largo y de vuelta: ¡una distancia quince pies [5 metros] mayor que la ruta directa! Cuando supe de este extraño nervio por primera vez, tuve problemas para creerlo. Queriendo verlo por mí mismo, reuní el valor para ir al laboratorio de anatomía humana e inspeccionar mi primer cuerpo. Un profesor complaciente me mostró el nervio, trazando su camino con un lápiz desde el torso y de regreso a la garganta.
Ilustración tomada del artículo en Wikipedia.

El trayecto sumamente ineficiente y caprichoso de este nervio es un misterio de la naturaleza—a menos, claro está, que se entienda que la evolución hace modificaciones sobre lo que ya existe y, si lo que ya existe es una serie de arcos branquiales de nervios y arterias en peces, pues el camino del cerebro a la mandíbula pasa a lo largo del sexto arco branquial, justo detrás de la cabeza. En los peces, el camino más directo del cerebro a la laringe es alrededor de la sexta arteria branquial, porque no tienen cuello. Interminables modificaciones a través de millones de años no han borrado esta herencia de los peces modernos ni de sus descendientes (entre ellos nosotros).

El volumen de Jerry Coyne, profesor emérito de biología en la Universidad de Chicago (recién jubilado), está repleto de este tipo de ejemplos de todo el mundo animal y humano, prehistórico y actual. Coyne no se anda con diplomacia acerca de la negación y necedad de los creacionistas, a los que pareciera ir clavando alfileres de evidencia y argumentos como a un muñeco vudú en cada página.  Su estilo es perfectamente ameno y a veces hasta casual; uno podría bajar la guardia y pensar que está tomado de charlas preparadas para estudiantes de preparatoria. Pero además de ser un ejemplo difícil de superar en cuanto a claridad y entusiasmo por el tema, el conocimiento enciclopédico de Coyne está documentado con decenas de notas, referencias separadas por capítulo, un glosario y una amplia bibliografía, tanto técnica como divulgativa.

En nueve capítulos llenos de información (y humor) Coyne repasa desde el significado científico del término "teoría" hasta ejemplos extremos del éxito (o fracaso) de las especies para adaptarse. El mecanismo principal que propulsa la evolución es la selección natural, explicada por Coyne así:
La idea de la selección  natural no es difícil de entender. Si individuos dentro de una especie tienen diferencias genéticas entre ellos, y si algunas de esas diferencias afectan la habilidad de los individuos para sobrevivir y reproducirse en su entorno, entonces habrá una proporción mayor de "buenos" genes que ayudan a mayor supervivencia y reproducción en la siguiente generación, mientras que habrá relativamente menos genes "malos". A través del tiempo, la población se adaptará más y más a su entorno a medida que mutaciones provechosas surjan y se propaguen por la población, mientras que las mutaciones dañinas se depurarán. A la larga, este proceso produce organismos bien adaptados a sus hábitats y modo de vida.
Existe otro mecanismo, el de la deriva genética, que puede producir algunas variaciones en poblaciones a lo largo del tiempo en forma de fluctuaciones estadísticas. Pero el principal motor del cambio de las especies a lo largo del tiempo es su respuesta a las presiones que reciben de su entorno.

La cantidad de distorsiones y simples mentiras alrededor de la evolución es asombrosa y Coyne pasa por cada una con paciencia y franqueza. Por ejemplo, volviendo a la noción de una teoría en la ciencia, clarifica que una teoría es un conjunto de ideas coherentes, consistentes y bien establecidas que explican lo que se observa en la realidad. No es, como dicen muchos, una simple corazonada o pedrada intelectual. Yo diría que es como la noción que se tiene de la teoría musical: el hecho de que se puedan estudiar estructuras armónicas, melodías e intervalos musicales con papel y lápiz no significa que la música sea algo que pudiera o no ser cierto. Hay algo que existe, y hay ideas que explican qué es y cómo funciona: esas son "la teoría".

Una vez que una teoría muestra promesa en lo abstracto, es momento de ponerla a prueba en el mundo real. Darwin no tuvo acceso a los miles de fósiles que se han encontrado en el último siglo, ni a la datación radiométrica, ni mucho menos al mecanismo molecular de ADN que explica cómo se originan los cambios en los individuos de una población en primer lugar, pero aún así su idea le valió numerosas predicciones acertadas que Coyne documenta y complementa: los fósiles homínidos más antiguos están en África; ha habido 49 instancias independientes de la aparición de ojos en la naturaleza; existen características vestigiales en prácticamente todos los organismos (apéndices inútiles en nosotros, caderas en serpientes); las especies más íntimamente relacionadas provienen de áreas geográficas cercanas (hay fósiles de marsupiales antiguos en la Antártida); el ADN de especies morfológicamente similares es similar (como la coincidencia de 98.5% en las bases de ADN de humanos y chimpancés); los machos más vistosos en especies con dimorfismo sexual gozan de mayores tasas de reproducción a pesar del costo de su ornamentación; distintas especies evolucionan de forma convergente; las bacterias resiten cada vez más a los antibióticos y las hierbas a los herbicidas...

*   *   *

"Pueden encontrarse religiones sin creacionismo, pero nunca se encuentra creacionismo sin religión." La principal razón que dan los mismos negadores es un temor expresado por el filósofo Michael Ruse, citado por Coyne:
Nadie pierde el sueño pensando en la completitud del registro fósil. Mucha gente da vueltas en la cama preocupadas por el aborto, las drogas, el declive de la familia, el matrimonio homosexual y las demás cosas opuestas a sus supuestos 'valores morales'.
Otro filósofo, esta vez el creacionista Nancy Pearcey, lo dijo más claro:
¿Por qué el público está tan preocupado por una teoría biológica? Porque la gente intuye que hay mucho más en juego que una teoría científica. Saben que cuando se enseña la evolución natural en el aula de ciencias, entonces se enseñará una visión natural de la ética en el salón de junto, y en el salón de sociología, y en la familia, y en todas las áreas.
Y tiene razón... ¡ese es el objetivo! Pero no tiene razón en tener miedo; millones de personas ya vivimos vidas completamente libres de lo sobrenatural y, en general, de la superstición. En particular, si lo que se quiere es enseñar la ciencia como es, debe enseñarse con todo y el naturalismo materialista con el que opera. Ya he argumentado antes (y Coyne está de acuerdo) que la ciencia y la religión están explícitamente contrapuestas y, cada vez que chocan, la ciencia gana... como debería, porque casi siempre tiene razón y la religión nunca la tiene. Coyne lo puso de otro modo, aunque no en este libro: la ciencia no tiene nada qué aprender de la religión, porque el conocimiento no tiene nada qué aprender de la superstición. La interacción entre ciencia y religión no debería ser un diálogo constructivo, sino un monólogo destructivo.

Las visión materialista de la ética, del sentido de la vida, y de nuestro lugar en el Universo y en la sociedad es tema para otros ensayos, que pronto comenzaré a redactar. Basta por ahora decir que, cualquiera que sea la visión materialista del mundo, ya tiene ventaja sobre las visiones dualistas por el simple hecho de basarse en aceptar el mundo como realmente es, y no como (algunos) quisieran que fuera.



Sitio de Jerry Coyne:           http://whyevolutionistrue.wordpress.com/
Sitio dedicado al tema:        http://talkorigins.org/
Árbol de la vida interactivo: http://www.onezoom.org/

2016-08-09

La (Primer) Tormenta de Acero

Soldados británicos atacando 'por arriba' en la Batalla del Somme.
Hay una cantidad de destrucción y violencia que los humanos ya no podemos visualizar, de igual manera que no podemos imaginar distancias o tiempos más allá de los que estamos acostumbrados en nuestra vida diaria. Quizá Stalin tuvo razón cuando dijo "La muerte de una persona es una tragedia; la de millones, una estadística." Algo tiene el relato personal de la tragedia que la hace más viva que el simple conteo final de muertos y heridos. Existen muchos libros en esta tradición de documentación de las catástrofes humanas y, en particular, de la guerra. Entre ellos, Storm of Steel (In Stahlgewittern, o Tormenta de Acero) de Ernst Jünger es un documento único: a diferencia de los cronistas y novelistas de la Primera Guerra Mundial como Remarque (alemán), Gibbs o Graves (ingleses), Jünger relata directamente el qué y el cómo de las cosas, sin mencionar o cuestionar, en una sola ocasión, el porqué.

La destrucción desatada entre 1914 y 1918 fue de tal escala que llevó a una contemplación mundial sobre el propósito de toda la guerra en sí, y terminó por fin con la noción romántica, muy del siglo XIX, de una guerra gloriosa por la que todo joven debía pasar si es que deseaba ser hombre. Jünger resiste comentarios al respecto de la ética o la política del conflicto y simplemente relata, a manera de un diario extremadamente pulido, lo que le tocó vivir desde que llegó al Frente Oeste por primera vez en enero de 1915, unos cinco meses después de que hubiera iniciado la guerra.

Un libro como este, personal y anecdótico, es muchas veces más efectivo en cuestiones de comunicar el desastre humano que fue la Primera Guerra Mundial a comparación de las cifras por sí solas: 38 millones de muertos y heridos rebasan toda la imaginación, hasta que relatores como Jünger nos dan lujo de detalle de decenas de ellos, incluyéndolo a él mismo: sobrevivió el conflicto a pesar de recibir cinco disparos, dos lesiones por ojivas de artillería, una munición antipersonal (shrapnel, o esquirlas), cuatro lesiones por granadas de fragmentación y dos impactos de balas fragmentadas que encontraron sus objetivos en otros de sus compañeros.

El primer encuentro de Jünger con la muerte fue pasivo, en forma de los cuerpos de soldados enemigos en una zona que recién capturaron:
...me ubiqué en una posición a la orilla del bosque previamente controlado por los franceses. Un olor algo dulce y un bulto atrapado en el alambre de púas llamaron mi atención... salí de la trinchera y encontré un cuerpo francés encogido. Piel como de pescado con hongos se veía entre las rasgaduras del uniforme. Dando la vuelta, me eché para atrás con horror: junto a mí, había otra figura acurrucada junto a un árbol. Todavía tenía un reluciente arnés francés y una mochila completamente equipada. Ojos vacíos y poco cabello en el cráneo azulado indicaban que hacía tiempo que este hombre no estaba entre los vivos. Había otro, sentado, echado hacia el frente hacia sus pies, como si acabara de colapsar. En todo alrededor había docenas más, podridos, secos, tiesos y momificados, congelados en la muerte. Los franceses debieron haber pasado meses entre sus camaradas caídos sin enterrarlos.
Soldado francés como el primero que encontró Jünger (este cayó en Verdun).
Los soldados de todos los frentes tuvieron que luchar entre los muertos por necesidad: primero, retirar los cadáveres ante el constante fuego de artillería y ametralladoras era una manera segura de convertirse en cadáver uno mismo; segundo, enterrar los cuerpos era un ejercicio completamente inútil porque las constantes municiones de artillería y granadas los acabarían por desenterrar y regar sus fragmentos por doquier de todos modos; tercero, podían servir de escudos contra las balas; y cuarto, los mismos soldados, al avanzar poco a poco sus posiciones, cavaban nuevas trincheras y acababan por desenterrar todo ellos mismos. Jünger, al igual que los franceses e ingleses del Frente Oeste, se encontraron con que cada vez que cavaban sus laberintos el suelo estaba repleto de los restos de sus compañeros y enemigos en distintos estados de descomposición. Cada vez que un ejército era despedazado por artillería, sus soldados se convertían en composta que encontraría el siguiente ejército, y el ciclo se repetía docenas de veces en unos pocos kilómetros cuadrados.
Mecanismo de las ojivas antipersonal.
Los muertos eran, muchas veces, solo parte del problema. Además, los soldados en las trincheras se enfrentaban a las constantes lluvias en la frontera franco-alemana y a los ejércitos de ratas y piojos que acompañan a los ejércitos de humanos. Frecuentemente, había que luchar en agua hasta el pecho dentro de las trincheras (podían ser de 3 a 4 metros de profundo), y era común ver ratas nadando alrededor, tal vez llevando una mano o un pie a su madriguera. Durante los ataques con gas, muchas de estas ratas y otras alimañas quedaban muertas por el cloro o fosgeno y se convertían a su vez en focos de infección.

Artillería inglesa (ojivas de 60 libras).
Pelear al lado de los muertos, tanto compañeros como enemigos, es un tema recurrente de la Primera Guerra Mundial. Diría que es el tema principal, de no ser por la situación que le da el título al libro: una vez que Jünger llega al frente, difícilmente pasa más de una página sin que se encuentren bajo ataque de artillería enemiga, o contemplando un ataque lanzado por su propia artillería. Ojivas de altos explosivos y antipersonal caían constantemente, a ritmos que son inimaginables para nosotros hasta usar algo de aritmética. Como ejemplo, en la Batalla de Somme, donde participó Jünger, los ingleses dispararon hacia ellos 1.5 millones de proyectiles en los 5 días previos a la batalla, como "preparación", y otros 250 mil más el día 1 de julio de 1916, antes del avance de la infantería. Va de nuevo: cayeron tres proyectiles sobre las posiciones alemanas cada segundo, durante seis días, y entonces comenzó la batalla. (Al final de ese primer día hubo 20 mil muertos ingleses y 10 mil alemanes; la batalla duró cuatro meses más).

Batalla de Somme, tropas inglesas. A los 2 minutos se ven dos ataques 'por arriba' desde las trincheras y se observa soldados que colapsan inmediatamente, alcanzados por fuego de ametralladora o francotiradores. (La música, para quienes les interese, es el Pie Jesu del Requiem de Andrew Lloyd Webber.)
La cantidad total de proyectiles de artillería lanzados en la guerra es incalculable; he visto aproximaciones que van desde 500 millones y hasta 1,000 millones de ojivas de artillería lanzadas entre ingleses, franceses y alemanes (un cálculo rápido usando la última cifra da 28,538 ojivas por hora durante los cuatro años del conflicto). Hasta el día de hoy, millones de proyectiles "bobos" que no explotaron al hacer impacto hace cien años siguen en los campos franceses y han provocado cientos de muertes de civiles desde entonces; se han designado áreas de cientos de kilómetros cuadrados donde hoy el acceso es completamente prohibido.



Por si no fueran suficientes los embates del enemigo y los elementos, una cantidad incalculable de soldados murieron de manera absolutamente inútil en accidentes e instancias de fuego amigo. Jünger comenta que una noche uno de sus compañeros, que andaba paseando por las trincheras, recibió disparos de sus propios soldados porque no pudo decir la contraseña cuando se le pidió: era tartamudo. En otra ocasión, otro soldado regresó después de salir armado hasta los dientes en busca de enemigos sin encontrar ninguno; se estaba vaciando los bolsillos cuando el seguro de una de tantas granadas que llevaba se atoró dentro de su pantalón y quedó hecho pedazos.  En otro incidente, en medio de una batalla nocturna entre alemanes y franceses, en la que nadie estaba seguro de quién era quién, un alemán quiso lanzar una bengala para poder ver a sus compañeros y enemigos y ayudarlos a luchar o escapar. El problema fue que se equivocó y lanzó una bengala roja en vez de blanca, y esto fue una señal a su propia artillería de dónde dirigir el fuego; acabó por matar docenas de sus propios compañeros.

Jünger no se guarda detalles de lo que vivió en casi cuatro años expuesto a estos horrores, y es por esto que su relato ha oscilado tanto entre la alabanza y la censura. Pasajes como el siguiente le valieron ser etiquetado de sensacionalista, pero (como podrán ver un poco más abajo) probablemente estaba ejerciendo una mesura incalculable:
Recibimos disparos desde un fortín integrado a la trinchera, y entonces salimos por la escalera más cercana para poder ver bien. Mientras intercambiábamos fuego con los ocupantes, uno de nuestros hombres cayó plano como si hubiera recibido un golpe de un puño invisible. Una bala había perforado su casco e hizo un surco a lo largo de su cráneo. A través de la lesión pude ver su cerebro subir y bajar con cada palpitación, y sin embargo fue capaz de regresar por sí solo. Tuve que recordarle que dejara su mochila, y le imploré que se fuera despacio y tuviera cuidado.

Con horrores como esos siendo cotidianos, la medicina tuvo que avanzar rápidamente; en particular, la cirugía plástica se volvió indispensable. Asomar la cabeza por encima de una trinchera ante el fuego de ametralladoras y francotiradores lo exponía a uno a quedar horriblemente desfigurado en caso de sobrevivir a un disparo. Además, y quizá lo más novedoso de este conflicto, los soldados quedaron traumados por completo; miles de hombres jóvenes, que no habían recibido un solo disparo, acabaron dementes por la cantidad astronómica de municiones de artillería dirigida hacia ellos.

Lesiones físicas y psíquicas de la guerra (imágenes fuertes).
En lo poco que se filtra de la Guerra hacia el público en general, hay algunos relatos esperanzadores de soldados intercambiando bienes en Navidad, o quizá cooperando para permitir la retirada de muertos y heridos por médicos y equipos con camillas. Jünger confirma algunos de estos destellos de humanidad entre la barbarie del conflicto, y reproduzco uno protagonizado por él mismo, casi al final de la guerra, en el infierno de la Segunda Batalla de Somme:
Entonces vi a mi primer enemigo. Una figura en uniforme café, aparentemente lesionado, agachado a unos 20 pasos en medio del camino maltrecho, sosteniéndose con sus manos en el suelo. Di la vuelta hacia él, y nos vimos el uno al otro. Vi que brincó cuando me le acerqué, y me vio con ojos desorbitados, mientras que yo, con mi cara tras mi pistola, lo aceché lenta y fríamente. Ocurriría una escena sangrienta sin testigos. Era un alivio para mí finalmente tener un enemigo enfrente y a mi alcance. Puse el cañón contra su sien—él estaba paralizado con miedo—y con la otra mano lo tomé de su túnica, sintiendo sus medallas e insignias. Un oficial; debió tener un puesto de mando en estas trincheras. Con un sonido lastimero sacó de su bolsillo no un arma, sino una fotografía que sostuvo ante mí. En ella lo vi rodeado de sus familiares, sobre una terraza.

Fue una plegaria desde otro mundo. Más tarde, pensé que fue mera suerte que lo dejara ir y me fuera por mi camino. Ese hombre es el que más seguido aparece en mis sueños. Espero que eso signifique que logró ver su patria de nuevo.
Ernst Jünger (1895-1998).