2019-05-29

Ansiedad



¿Es esto vida? No estoy viviendo, sino esperando un evento, que constantemente se posterga más y más.
—Anna, en Anna Karenina de Tolstoy

La mayoría de los hombres llevan vidas en la desesperación silenciosa.
—Henry David Thoreau, en Walden

La "desesperación silenciosa" que menciona Thoreau provoca en algunos una reacción nula. Hay personas, que no sé bien qué proporción sean de la población, que son completamente incapaces de la menor introspección (se les nota en sus ojos que no hay gran cosas detrás de éstos) y se dejan llevar por la vida como ganado, pasivos, rumiando con la boca abierta, a veces rejegos, pero nunca rebeldes. Para las demás personas, la desesperación silenciosa es la realidad diaria, la luz que colorea todo lo que ven.

En una cosa tienen la razón los budistas: sufrimos porque deseamos. El ser humano tiene una asombrosa capacidad para recalibrar sus expectativas y su reacción a su frustración o satisfacción. Por eso es que la gente a todas luces exitosa se suicida por igual, o más aún, que aquella en la miseria. Sea cual sea la situación, la mente la adopta eventualmente como la normalidad y desea a partir de ahí. Es nuestra naturaleza que, en cuanto a nuestro sitio en la vida se refiere, al poco tiempo de acostumbrarnos a un lugar quisiéramos estar en otro.

Cuando era muchacho mis preocupaciones eran el basquet, las tareas, las ideas que absorbía de los libros, las muchachas que me distraían de ellas. Siempre había mucho tiempo por delante, mucho margen de error para hacer y deshacer lo que quisiera o, al menos, eso decían los adultos. A mí no me parecía así, pero tenían razón. No era gran cosa lo que uno tenía que enfrentar, objetivamente, en una infancia y adolescencia de clase media a finales del siglo XX. Pero yo igual sentía que sí lo era, como lo ha sentido, creo yo, cualquier joven de entonces y de ahora.

Pero hay un punto, que para todos es distinto y que nadie detecta ni en sí mismo, donde los márgenes de error comienzan a estrecharse, las oportunidades perdidas dejan de ser repuestas por oportunidades nuevas, y las decisiones reversibles se convierten en finales. Es solamente cuando uno emerge de esta transición que siquiera se percata de que sucedió, y eso es usualmente años más tarde.
Tired of lying in the sunshine
Staying home to watch the rain
You are young and life is long
And there is time to kill today

And then the one day you find
Ten years have got behind you
No one told you when to run
You missed the starting gun
Time, de Pink Floyd

No importa dónde termine uno, después de este punto es inevitable preguntarse ¿qué he hecho? Uno dice No, esperen, esto no es lo que quería—no está tan mal pero, a ver, quiero regresarme un poco. Pero no se puede. El que usó su tiempo para trabajar, desea haberse consentido más en su juventud; quien usó su tiempo para viajar, lamenta no haber echado raíces y construido un patrimonio; el que estudió sin parar, se angustia de ser un experto sin experiencia; solteros y casados se envidian en silencio, igual que patrones y asalariados, académicos y empresarios, prácticos y teóricos, especialistas y todólogos. Todos se preguntan qué es lo que han hecho, para qué, si ha valido la pena.

Y para todos es demasiado tarde. No siempre es claro lo que sí quisieran en la vida, aquello que harían si pudieran regresar sabiendo lo que saben ahora, o lo que seguramente quisieran hacer a partir de ya. Pero aún cuando sí lo saben, no pueden actuar. Sus planes necesitan tiempo, pero están repletos de compromisos; dinero, pero los ahogan las deudas; y libertad, pero están anclados por responsabilidades. Están atorados.

Planean cómo zafarse para volver a empezar o corregir el rumbo, pero no pueden superar la etapa de planeación. Y cada día se ven en el espejo y tienen más canas, más ojeras, más kilos. Un día aparece de la nada un dolor nuevo, un análisis clínico con un "valor fuera de rango". Comienza la desesperación, en todos los sentidos: ya no pueden esperar más para cambiar sus vidas, y se les va la esperanza de que puedan hacerlo. La desesperación es, en ese punto, la nueva normalidad. Pero lo hacen en silencio, porque hay que ir a la chamba, llevar a los niños, ir a ver el partido con los amigos, renovar la licencia de conducir, pagar los recibos. A nadie le gustan los llorones. Mira a Fulano, aprende de Sutana, dicen, que hacen su chamba y no se quejan. Pero Fulano y Sutana sí se quejan: callados, estoicos, se consumen desde dentro en cámara lenta.

*   *   *

Entre quienes sienten esto, supongo, habrá grados. Buena parte de mis pensamientos diarios están dedicados a estas cuestiones, aunque he deducido indirectamente que probablemente soy un caso extremo. Todos los días me digo alguna versión de Ahora sí, me voy a organizar, activaré el modo ultradisciplinado de mi adolescencia y voy a estudiar, trabajar, leer, escribir y hacer ejercicio como una máquina, ya verán qué chingón soy. Pongo libros sobre mi escritorio, acomodo partituras sobre el piano, programo mi despertador temprano, dejo lista la ropa de ejercicio, los trastes lavados, el café puesto.

Pero nada. No puedo hacer nada. Procrastinación. Parálisis por análisis. ¿Qué he hecho? ¿Qué creo que estoy haciendo? Me rasco la cabeza, me froto la sien. Esto no va a funcionar, no puedo. No soy suficiente listo, no tengo suficiente tiempo, ya no soy lo suficientemente joven. Reviso la hora, mi correo, las noticias. El país se va a la mierda y lo que queda de mi juventud también. Bueno, al menos hay promoción en Starbucks. Mira, esa serie en Netflix se ve que está buena. Mierda. Está bien, empezaré mañana, que al cabo no hay prisa. Mierda, mierda, mierda.



*   *   *

Pero volvamos al budismo. A la ansiedad no le puedes ganar, pero sí puedes rehusarte, por intervalos, a competir contra ella. Con práctica, uno puede aprender a salirse del partido y sentarse en la banca por un rato. Si estás sufriendo, es porque estás pensando. Entonces, deja de pensar. Medita.

Se dice fácil y, la verdad, cuando yo lo oí por primera vez me pareció tonto. Una manera de hacer trampa, en el mejor de los casos. ¿Cómo se supone que uno lo hace y, en todo caso, acabaría como un zombi, como los vacunos de los que me burlé antes? Sin embargo, fue demasiada la gente respetable que lo recomendaba para que lo pudiera ignorar más y, hace unos tres años, lo intenté al fin. Descargué una aplicación para meditar, me apunté para la prueba gratis de diez días, me puse los audífonos, aguanté la risa y lo hice.

Al final de la primer sesión de diez minutos quedé conmovido al borde de las lágrimas por el alivio. Era posible, de manera breve e imperfecta pero real, desconectarme de mí mismo y descansar. El efecto es como el de estar en el tráfico y luego pasar a verlo desde lejos. Dado el tráfico que hay en mi cabeza, esta diferencia es abismal. No es apagar el motor de la mente—es ponerlo en neutral.

Pero no es milagroso. De hecho, muchas veces es difícil, por no decir agobiante. No es fácil explicar cómo es ni cuál es el objetivo pero, si estás perdido en tus pensamientos, estás fracasando. Entonces te das cuenta, te molestas por estar distraído pensando—y eso es fracasar más. Pensar que no deberías pensar es malentender de lo que se trata. Uno está acostumbrado a evaluar y juzgar todo, hasta los propios pensamientos. En la meditación los ves llegar y los dejas ir, sin más. Hola, Pensamiento, ya te vi. Eso es todo.

De nuevo, los resultados son mixtos. Pero son mejor que hacer nada. Me he sorprendido perdiendo la paciencia—digamos, en el supermercado, esperando a una cajera cuya incompetencia es superada solamente por la de la persona antes de mí en la fila—e inmediatamente una voz en mí dice Ah, Impaciencia. Entonces la impaciencia no desaparece, pero se diluye. Lograr este tipo de efectos requiere práctica constante, y a los pocos días de no hacerlo me encuentro de vuelta al inicio. Me cuesta trabajo retomar las sesiones regulares y me regaño por no poder ser constante inclusive en lo que sé que me da alivio de no ser constante.

Carajo, ni siquiera dejar de pensar lo puedo hacer bien. Ya sé lo que tengo que hacer, y sé que lo puedo hacer, y sé que no me estoy haciendo más joven. Y aún así no lo hago. Con cada meta cumplida vuelvo a recalibrar y aterrizo en una nueva normalidad, la de no cumplir, o a veces sí, como estar a dieta para siempre. A lo mejor esto es solo una moda, pienso, un impulso patético como el del cuarentón que se compra un deportivo rojo, la cincuentona que se opera el busto, el ama de casa que se pone a escribir una novela, o el banquero entusiasmado repentinamente por el ciclismo. Pero no se le puede ganar a la ansiedad, tanto como no se le puede ganar a la entropía. Tiempo, dinero, libertad—ya están casi agotados para cuando uno realmente los valora. Es demasiado poco, demasiado tarde. No te puedes decepcionar si no tienes expectativas, así que te conviene rendirte mientras todavía puedes. Aprovecha, confórmate con la vida mediocre en la que estás atorado y ve Netflix hasta atragantarte con las palomitas.

Pero ya te vi, Desesperación Silenciosa. Ya te vi.