2016-02-12

Cuatro años de ruido

Esta semana comencé, después de mucha desidia, a hacer uso de las instalaciones deportivas de mi universidad para tratar de ponerme en una forma, pues, mejor. No tengo ilusiones de competir en nada (aunque suelo ser muy competitivo), y entiendo que mi esfuerzo físico no es para alcanzar algún hito físico, sino para hacer control de daños. Los mejores años de mi cuerpo ya pasaron, y lo más que puedo hacer es procurar que el declive sea lo más gradual y controlado posible.

Al poner pie en la pista de atletismo, me encuentro con un lugar egalitario, donde claramente no soy el único tratando de superarse, ni por mucho soy el más tenaz. Hay gente de todo tipo: niñas que parecen apenas terminado el kinder, jóvenes con sobrepeso esforzándose por mantener un trote, adultos mayores y atletas de alto rendimiento bien consolidados. Algunos pudieran estar ahí por el amor a la competencia, mientras que otros quizá estén en las patadas de ahogado de sus resoluciones de Año Nuevo. Algunos estarán librando batallas que los demás no podemos ver, como barreras mentales, depresión o desamor. En medio de este ambiente de superación personal y recreación, comencé a trotar.

Este 12 de febrero cumplí cuatro años de haber quedado sin insulina natural por parte de mi páncreas, resultando en diabetes tipo I. Al dar vueltas a la pista, puedo ver la lucha que hacen otros, evidentemente en adversidad, por perdurar. Hay un joven, quizá en la edad de estar en licenciatura, que camina con un grave cojeo de una pierna. Y así, con lo que muchos considerarían una discapacidad severa—al menos para hacer deporte—da vueltas y vueltas a un óvalo de 400 metros en el sol de la tarde. Cuando paso trotando junto a él, tengo que preguntarme: ¿es lo mío una discapacidad?

Y es que puedo hacer prácticamente lo que quiera, al menos en teoría. Puedo comer lo que quiera, puedo hacer cualquier deporte (bueno, mi espalda ya no me deja hacer muchos, pero eso es otro asunto), y hasta hay atletas profesionales y olímpicos con diabetes tipo I. No necesito que me cedan el asiento en el camión, ni tampoco un lugar de estacionamiento preferencial. Es más: ya casi ni recuerdo lo que era no tener diabetes. Los piquetes y cánulas bajo la piel son tan rutinarios ya como lavarme los dientes o vestirme por la mañana. Tengo la fortuna de ser relativamente sensible a mis niveles bajos de glucosa, por lo que me doy cuenta inmediatamente si algo está mal—otras personas no se dan cuenta hasta segundos antes de desmayarse.

Pero dando vueltas a la pista, a los 20 minutos del primer día tuve que detenerme y comer algo. Me sentí mareado y, por la actividad aeróbica, mis niveles de glucosa solamente iban a seguir bajando más rápido. Así que me fui a la orilla de la pista, saqué un refrigerio que llevaba en mi cangurera y decidí dejar la sesión ahí. Al día siguiente pude correr un poco más, ya sin problemas de azúcar, y el tercer día fue todavía mejor, llegando a 30 minutos casi ininterrumpidos.

Pero el resto de la tarde y noche fueron muy difíciles. Mi glucosa bajó por más que me esforcé en subirla, llegando a necesitar ayuda de mi esposa por la noche para que me pasara un refrigerio (por eso se recomienda tanto el ejercicio para la diabetes tipo 2, porque mejora considerablemente la eficiencia de la insulina para meter glucosa a las células. El problema en el tipo 1 es que sí tengo sensibilidad y, una vez inyectada, una dosis de insulina puede tener efectos hasta por cuatro horas, y eso sin contar el efecto extra que le da el ejercicio). Si esto no es una discapacidad, seguramente es una desventaja. Me imagino a un jugador de ajedrez que, además de lo que pasa en el tablero, tiene que arreglárselas para concentrarse a pesar del ruido en la calle.

Pero el punto es que, inclusive en ese sentido, ya me acostumbré a ese ruido. Ahora paso la mayor parte del día aprendiendo Relatividad General y, al parecer, puedo hacerlo con todo y el ruido de las voces en mi cabeza: ¿Qué horas son? ¿Ya vas en la bajada post-desayuno?Los vectores base cambian a lo largo de su traslación por una geometría no-euclidiana.  Está sonando una alarma del sensor. Los coeficientes de conexión son simétricos en sus índices inferiores y, aunque parezcan tensores, no cumplen con la condición de transformarse como si lo fueran y entonces son meros objetos geométricos. ¿Cuánto tiempo le queda al sensor, por cierto? Todo lo que puedo saber de la geometría intrínseca de un espacio puedo deducirlo del tensor métrico. ¿Hoy toca cambio de cartucho de la bomba? ¿Traje plumas de insulina por si acaso? Hay dos jugos de fruta en la lonchera, unos chocolates, y un mazapán. En el enfoque moderno, entendemos a los vectores como operadores diferenciales. ¿Qué horas son...?

Claro que sería bueno no tener las voces y dedicarme a estudiar sin el ruido. Claro que sería ideal poder correr en la pista y saber que, si me quedara energía, podría seguir corriendo un rato más. Preferiría disfrutar mi comida sin tener que contar los gramos de carbohidratos que contiene. Pero las cosas no son así.

Mi "páncreas" y su "ruido".

Es la médula de la filosofía estoica la idea de que uno no puede controlar el mundo exterior, pero sí puede controlar su respuesta a él. En este caso, mi propio páncreas es mi mundo exterior.  Como el jugador de ajedrez, o quizá como el coreback que ejecuta las jugadas ante el alarido del público hostil, escucho el ruido, pero no dejo que se interponga en lo que estoy tratando de hacer. No hay que negar la realidad, sino aceptarla y entenderla. Mi ruido no es peor al de los demás, y lo que tenga de desventajas lo compenso con trabajo e ingenio. Con suerte, este será el último artículo que escriba acerca de la diabetes tipo I. Cuatro años han sido más que suficientes.

2016-02-01

Sobre la brevedad de la vida



Él es Sísifo. No seas como Sísifo.

El pasado sábado por la mañana me encontraba desocupado en un centro comercial, por lo que aproveché para entrar a una librería y ver qué me podía llevar. Estaba mirando por los estantes, habiendo encontrado algunas cosas interesantes y sacando cuentas, cuando me llamaron de American Express para ofrecerme una tarjeta de crédito:

—¿Sí, con el señor Pablo Héctor Maya?
—Ah, son de American Express. Lo siento, no me interesa.
—Buenos días. Llamo de parte de… ¿cómo dijo, perdón?
—Es que ya sé que son ustedes, porque siempre dicen mal mi nombre. Es Mata, no Maya. Siempre les digo y nunca lo corrigen. Pero bueno, así está mejor porque ya sé quiénes son cuándo llaman y sé que les puedo colgar. Entonces, ya te voy a colgar. Adiós.

A diferencia de la decena de veces que me habían llamado anteriormente, y en las que no aprendieron que al menos debían corregir mi nombre, en esta ocasión decidí tomar alguna medida al respecto y encontré la manera de agregar su número a la lista de rechazo automático de mi teléfono. No más llamadas de American Express o, al menos, no desde ese número.

Esto me llevó a recordar un episodio del genial podcast de Tim Ferris, en el que habló con la joven pero erudita Maria Popova. En aquel episodio, entre tantas otras cosas, mencionaron los escritos de los filósofos estoicos y, en particular, a Séneca. Maria mencionó el ensayo de Séneca titulado Sobre la brevedad de la vida y, por la reacción de Tim y la conversación que siguió, supe que era importante buscarlo y leerlo.  Estando en la librería, resolví que había que buscarlo, lo encontré por $30 MX (en conjunto con otro escrito llamado Sobre la felicidad, por cierto) y lo compré inmediatamente.

Y es que ya ha habido varios consejos y sugerencias de gente que admiro y respeto que tienen convergencia en varias cosas: como el que algo tiene de útil la meditación, si se medita realmente y no solamente se piensa con los ojos cerrados; o que, al parecer, todas las artes marciales del mundo son inútiles si uno no sabe Jiu-Jitsu; y que los antiguos estoicos son más importantes hoy que nunca. Entonces, voy comenzando por esto último.

*   *   *

Sobre la brevedad de la vida está escrito como una carta de Séneca, ilustre y sabio senador romano, a su amigo Paulino, en ese entonces cerca del retiro de la vida política. Desde el primer párrafo del primer capítulo sentencia: No tenemos poco tiempo; es que nosotros perdemos mucho. Pasamos incontables cantidades de tiempo atendiendo pequeñeces propias y de los demás, sin detenernos a pensar para qué. Y es que la mayoría de la gente confunde aprovechar el tiempo con el estar ocupado o el ser productivo. Pasamos nuestros días de una tarea inútil a otra, mecánicamente, sin reflexionar en lo que realmente queremos hacer con nuestras vidas.  Nuestros planes más nobles y ambiciosos quedan relegados para después, en favor de las trivialidades impuestas por otros y por nosotros mismos.
Todos se empeñan en conservar su patrimonio, pero en cuanto llega la ocasión de perder el tiempo, entonces es cuando precisamente se conducen con la mayor de las liberalidades, en el único asunto en que la avaricia está más que justificada.
Y así, pasamos nuestras vidas derrochando tiempo que, a diferencia de los bienes materiales, no se puede recuperar. Peor aún, permitimos que otros nos roben nuestro tiempo y no nos permitan vivir:
¿Por qué no se te permite [vivir]? Porque todos aquellos que te reclaman para sí te apartan de ti mismo… Repasa las cuentas, te repito, y examina los días de tu vida; verás no solamente que son pocos, sino que resulta hasta ridículo el número de los que quedan para ti.
Además, simplemente haber estado vivo mucho tiempo no es lo mismo que haber vivido mucho. Sobre los ancianos, con sus canas y sus arrugas, nos dice:
¿Piensas que navegó mucho aquel a quien una terrible tempestad arrancó del puerto? …éste no es que haya navegado mucho, sino que fue zarandeado mucho.
No es lo mismo el desgaste que la sabiduría, pues. Recuerdo que mi infancia estuvo llena de constantes recordatorios de “respetar a mis mayores”. Ahora que soy mayor, y que entiendo que los mayores pueden ser idiotas nada dignos de respetar, quisiera haber tenido las palabras de Séneca en mente todas aquellas veces que se me obligó a escuchar el sermón de alguno de esos inútiles, solo porque eran inútiles con canas.

Pero el principal hurto de nuestro tiempo ocurre en el estar ocupados, creyendo ser productivos. ¿Cuántos pasan sus vidas “trabajando para el Hombre” o, como decimos en México, como un “Godínez” cualquiera? Huir de tu supervisor, mientras que tus subordinados huyen de ti. Conseguir un aumento para poder gastar más en cosas que no necesitas. Medir el éxito como un número en un estado de cuenta, o el número de seguidores en redes sociales. Como ratones en su ruedita, acumulamos estadísticas que dicen que hemos hecho cosas, pero en el futuro nadie las recordará y desearíamos haber hecho otras cosas con nuestro tiempo.
…cuando han llegado al final de su vida, tarde ya comprenden los desgraciados que habían estado tanto tiempo ocupados para encontrarse después con que no hicieron nada.
¿Cuántas horas de nuestras vidas se nos han ido en juntas, en mandar correos, en hacer trámites, en acumular certificaciones? ¿Hay, acaso, algún certificado para la calidad de vida de uno? Vivimos preocupados por conseguir riqueza para, ya conseguida, preocuparnos de no perderla. Y para colmo, el acceso a la riqueza es una cuestión de suerte, en gran medida, pues todavía vivimos en una sociedad en la que la inmensa mayoría de la gente que nace rica o pobre, así se queda hasta morir, independientemente de sus méritos laborales o intelectuales.

Hay gente que cree que hacer esto por 30 años es ser exitoso.

Pero hay algo que sí podemos hacer al respecto:
Hay numerosas familias de abolengo intelectual extraordinario; elige para ti aquella en la que quieras ser admitido; no serás adoptado solamente para que puedas utilizar el nombre, sino los mismos bienes. […] te elevarán a un lugar de donde nadie te puede desalojar; éste es el único medio de prolongar la vida mortal y, mejor aún, volverla inmortal.
[…]
[quienes hacen esto] todos los años que pasaron antes que ellos, los han agregado a los suyos.
Y es que si un hombre rico le hereda su fortuna a sus dos hijos, ahora cada uno tiene solo la mitad, y se pelearán entre ellos por la del otro; pero la sabiduría no se diluye de generación en generación, sino al contrario. Una vez adquirido, el libro de Séneca que compré no requerirá mantenimiento (a menos que mi hijo lo destruya o lo use para colorear), y puede durar décadas o siglos y ser leído por generaciones sin necesidad de invertir más.

Me pregunto si la chica de American Express que me llamó este sábado siquiera sabe quién es el dueño de la compañía que es dueña de su tiempo (aquí está la información, por si les quitaba el sueño: Wiki). Pero, por más que pase sus días en la inane venta de tarjetas de crédito por teléfono, habrá oído hablar de Shakespeare, Sócrates o Einstein. Si se lo propusiera, pudiera unirse a la familia de uno o más de estos, e inmediatamente agregar a su vida suficientes años para compensar, por mucho, lo que se le va encerrada en el call center de American Express. Hasta donde sé, tal vez ya lo hace. Espero que así sea, para que pronto pueda dejar de derrochar su tiempo y robar el de los demás.