2019-11-17

Sí a la Justicia, No a la Justicia Social



El término “justicia social” suena bien, al menos a primera vista. Pero me preocupa, por lo que he estudiado de la situación cultural y política en Estados Unidos y Europa, y que sigo de cerca desde algunos años. Ahora, en México y el resto del mundo se empiezan a adoptar plenamente los errores de aquella guerra cultural y, me temo, no tenemos las instituciones ni tradiciones intelectuales necesarias para hacerle frente a la polarización que nos espera (lo de ahora no es nada comparado con lo que viene, si tengo razón).

Tomando las palabras “justicia” y “social” por separado me parece inevitable, siendo la persona de mente cuadrada y literal que suelo ser, pensar en algo así como “impartición de recompensas y castigos según se merezcan” para la primera, y “a nivel de grupos a gran escala” para la segunda. Pensé que de lo que se trataba esto de la civilización—y ciertamente de la civilización desde la Ilustración—era dejar de lado culpar o recompensar a grupos enteros de personas basándonos en sus características más superficiales, que necesariamente son las únicas que se pueden discernir a nivel social. El sueño de Martin Luther King, de que sus hijos fueran juzgados no por el color de su piel sino por el contenido de su carácter, parece ahora ingenuo.

Seguramente, me digo, los chairos (equivalentes latinos a los Social Justice Warriors en E.U.) no quieren realmente recompensar o castigar gente basándose en raza, sexualidad o clase socioeconómica, y en realidad estoy entendiendo mal. Pero cada vez que tienen oportunidad de explicar qué es lo que sí están diciendo, confirman que no son menos racistas, inconsistentes ni hipócritas que sus homólogos de derecha. No les interesa combatir el racismo, sino solamente cambiarlo de dirección (para esto, hablen con ellos de cualquier cosa que tenga que ver con Estados Unidos o Israel y verán a qué me refiero). No les interesa ayudar a poblaciones marginadas como los indígenas a salir de su predicamento, sino que quieren glorificar y romantizar su marginación y rezago. Es como observó Christopher Hitchens acerca de la fraudulenta Madre Teresa: no ayudó a un solo pobre porque no era amiga de los pobres, sino de la pobreza.

Y no anticipan, ni de lejos, que muchas de las cosas que creen (muchas buenas, por cierto) como el empoderamiento de las mujeres, el respeto a la diversidad sexual y el combate al racismo, se van a estrellar contra un duro muro de disonancia cognitiva cuando descubran que entre los indígenas hay más misoginia, homofobia y racismo que en el típico panista “blanquito” que tanto odian. ¿Y qué van a hacer entonces? Quizá recurran a las maromas que tienen que recurrir los SJWs cuando tienen que hablar sobre el Islam, redefiniendo las palabras y adoptando de lleno el relativismo moral. La educación, la democracia, la ciencia y la libertad no aplican para la gente prietita, al parecer. Supongo que pronto lo veremos.

La politóloga de Harvard Amy Wax cuenta una historia que llama “La parábola del peatón”. Imagine que un peatón camina por la calle, siguiendo las reglas a la perfección. Cruza por las esquinas solamente cuando el semáforo se lo indica, cede el paso cuando le toca, voltea hacia ambos lados, no tira basura, ayuda viejitas a cruzar y todo. Desafortunadamente, un tipo manejando distraído o hasta ebrio, se pasa un alto y atropella a este inocente peatón, que sobrevive pero queda con lesiones gravísimas. El conductor resulta ser rico, y podría compensar económicamente a la víctima sin problemas. Está arrepentido y dispuesto a reparar el daño en cuanto pueda y, para la fortuna de todos, los médicos dicen que el atropellado se recuperará, aunque con algunas cirugías y mucha, mucha rehabilitación.

Pero la rehabilitación la tiene que hacer, precisamente, el atropellado. Por más que pague el conductor irresponsable, por más que viva con la culpa de lo que le hizo al pobre peatón, y por más que se le condene a cárcel, multas o estigma social, es la víctima la que tiene que pasar por las cirugías y la terapia física. Todo el castigo del mundo será inútil si no cumple con sus sesiones de rehabilitación y, eventualmente, supera lo que le pasó.

La “justicia social”, entonces, parece que pretende reparar todos estos incidentes de atropellos castigando a todos los conductores, hayan cometido infracciones o no, y recompensando a todos los peatones, hayan sido atropellados o no, e independientemente de su buen estatus como conductores o peatones. No solo eso: pretende castigar a los descendientes de todos los conductores y recompensar a los descendientes de todos los peatones. Esto, a pesar de que nadie escoge a sus padres, y los conductores y peatones y conductores frecuentemente cambian de lugar. Pero la justicia social, pervirtiendo su mandato de ser ciega y pareja, arrasa por igual.

Si alguien cometió atropellos contra otro, adelante, digo yo: que se le sancione y que se repare en la medida posible el daño. Que se haga justicia. Pero buscar otras víctimas inocentes, pero que sean de otro color, sexualidad o clase económica, con tal de “emparejar” la situación es un grave error y un retroceso. Nadie escoge sus padres, ni el color de su piel, ni el país en el que nació, ni su sexualidad, ni los abusos que impartieron o recibieron sus ancestros. La solución es buscar que no haya más víctimas, punto. Cambiar unos victimarios por otros no ayuda en nada.