2020-08-02

Así que quieres hacer Ciencia

Lo que se puede medir acaba siendo administrado—incluso cuando es inútil medirlo y administrarlo, y aun cuando daña el propósito de la organización hacerlo—.

Cuanto más se use un indicador social para la toma de decisiones, éste será sujeto a más presiones corruptoras, y será más apto para distorsionar y corromper los procesos que pretende medir.
¿Cómo se mide qué tan productivo es un científico? Es fácil identificar a los grandes en retrospectiva pero, ¿cómo identificas quién será un buen científico antes de que sea famoso por algún gran descubrimiento? ¿Con qué criterio se hubiera contratado al joven Einstein en una universidad en vez de una oficina de patentes?

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Ya es un cliché la imagen del niño genio que desde la primaria arma robots con sus propias manos, aunque en algunos casos sea acertada. Richard Feynman sí aprendió cálculo (y muchas cosas más) por sí mismo para a los quince años, John von Neumann también lo logró a los ocho, y Michio Kaku sí construyó un acelerador de partículas en su cochera cuando estaba en la secundaria—y dejó sin luz a toda la cuadra cuando lo encendió—.  Sin embargo, por cada prodigio así, hay muchos otros "genios" que difícilmente terminan la escuela o cualquier otra cosa.  He tratado de cerca a la física y química, otro poco a la computación y, aunque la mayoría de la gente destacada ciertamente es inteligente, parece ser que los más excepcionales poseen una combinación de inteligencia y otras cualidades de personalidad más que de capacidad. En el largo plazo, la formalidad, constancia y disciplina le ganan al talento, como quiera uno definirlo.

También hay que recordar que los casos anteriores y muchos más son de gente que hizo el trabajo; es decir, Feynman realmente estudió muchos libros de cálculo, reprodujo las demostraciones e hizo los ejercicios, aunque hubiera sido por su cuenta y a corta edad.  von Neumann aprovechó al máximo un pequeño ejército de tutores privados que cultivaron la facilidad que tenía para tantas cosas. Las variables relevantes en estos y tantos casos más parecen ser la obsesión y la curiosidad tanto como la inteligencia.  Por supuesto que no toda la gente aguanta tanta práctica, y las mismas horas de entrenamiento no dan los mismos resultados en todos. Es ahí donde entra lo que pudiéramos llamar talento o aptitud "natural". Me desviaría mucho del tema que quiero hablar ahora si sigo por esta tangente, pero mucho de lo que la gente llama "talento" o "genio" es el resultado de miles de horas de trabajo oculto. Como lo explicó Thomas Edison, el genio es 1% inspiración y 99% perspiración.

El Instituto de Estudios Avanzados de Princeton

En algunos casos la visión romantizada de la vida del científico sí se cumple. Cuando eres uno de los grandes que mencioné antes, o su equivalente en otras áreas, probablemente sí te puedes dedicar a tomar café y escribir en tu pizarrón personal todo el día, o atender las creaciones de tu laboratorio, o pensar sobre el universo mientras sales a caminar por tu campus arbolado en el inter entre un seminario y una entrevista. Claro que en algún momento tienes que sentarte y hacer la talacha de calcular, construir o programar, pero es agradable y emocionante porque es por tu ciencia.  Sin embargo, los científicos "de a pie"—y muchos de los grandes también—, ya quisieran que su tiempo y esfuerzo estuvieran divididos en esa proporción, o incluso en la que propuso Edison.

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¿Y cómo hace uno para hacerse científico "oficialmente"? Empezar es sencillo y es como uno empieza en muchas otras profesiones: te inscribes a la licenciatura de la ciencia que te interesa, pasas el examen y, si hay cupo, ya estás. La licenciatura es básicamente un curso de introducción integral a la disciplina e incluye algo de clases remediales para corregir las carencias de los alumnos entrantes y emparejarlos. Idealmente, los alumnos terminarán por conocer las distintas ramas de su ciencia y tendrán habilidades básicas para escoger alguna si quieren seguir con más. Usualmente las habilidades adquiridas en una típica licenciatura en una ciencia "dura" son suficientes para buscar otros trabajos en el sector privado o educativo también.

Para los que siguen adelante está el posgrado, cuyo formato depende del país en el que se estudie. Generalmente hay un nivel de maestría de dos o tres años seguido por la opción de otros tres o cuatro de doctorado. En países anglos usualmente se pegan los dos grados en un solo PhD "todo incluido" de cinco a siete años. En esos sistemas, las maestrías generalmente solo están disponibles para especialidades administrativas y son de paga, mientras que los doctorados "completos" son pagados por los contribuyentes y los estudiantes incluso reciben un pequeño pago de manutención.

Con la gran excepción de EEUU, la mayor parte de la investigación científica mundial se hace en instituciones públicas. El alumno debe cumplir con ciertos requisitos académicos en cuanto a un núcleo de conocimiento, o "tronco común", a la vez que se acerca a algún investigador o investigadora especialista en algo de su interés. Los estudiantes generalmente terminan la licenciatura con cierta orientación que siguen en su posgrado, pero pudieran cambiarla si quisieran. Los cambios de especialidad entre la maestría y el doctorado son menos comunes pero no imposibles, e incluso hay gente que se cambia de área por completo (de física a matemáticas o química, digamos).

Tomando a una típica alumna de física como ejemplo, ella tendría que cubrir sus requisitos en cuanto a cursar las materias de tronco común, algunos cursos elegidos por su asesora, y su trabajo de investigación. Dependiendo de la universidad en la que estudie esta alumna, y dependiendo del potencial que demuestre, su asesora pudiera alentarla a buscar publicar su trabajo. A nivel de maestría esto suele ser un proyecto que la investigadora podría hacer por su cuenta si quisiera, pero lo delega a su alumna para que aprenda y aplique habilidades básicas o intermedias de su especialidad de investigación.

Un típico tronco común orientado a Relatividad General y Teoría de Campo.

Lo interesante comienza en el nivel de doctorado, si nuestra hipotética alumna quisiera continuar. Contrario a la percepción popular, el doctorado no es la cima de una escalerita de conocimiento y prestigio que uno va escalando hasta que "termina". En realidad, es una prueba básica de competencia para poder iniciar una carrera como investigador. La estudiante debe pasar de acumular conocimiento a generarlo. La manera de lograrlo es familiarizándose profundamente con el estado de la investigación en su área, los problemas que quedan por resolver, las dificultades que otros han encontrado y posibles oportunidades para avanzar. Con ayuda de su asesora (o quizá por su propia iniciativa), debe escoger un problema suficientemente interesante pero alcanzable, aplicar lo que sabe, aprender lo que no sabe y, si todo sale bien, publicar sus resultados. Un efecto secundario es que sí, nuestra alumna hipotética acumulará mucho conocimiento y experiencia que le merecerá respeto y admiración, pero ese no es el objetivo.


El día-a-día de nuestra alumna modelo dependerá de su especialidad. Sus cursos incluirán el tronco común pero esta vez a nivel de posgrado: Mecánica Clásica, Electrodinámica, Mecánica Cuántica, Física Estadística y probablemente algunos cursos matemáticos suplementarios. Dependiendo de su orientación, podría pasar más o menos tiempo en laboratorios, observatorios, o simplemente en su cubículo o biblioteca. De lo que no se va a salvar, haga lo que haga, es de leer y escribir mucho (casi todo en inglés), y de pasar una parte sustancial de su tiempo frente a la computadora. Esto es lo mismo en todas las ciencias "duras" y cada vez más en las "blandas" también. Su trabajo principal no será con aparatos o ecuaciones sino con documentos y, si no usa la programación ella misma, colaborará con gente que sí. Su agenda diaria dependerá de su institución y la relación con su asesora, que pudiera ser distante, tiránica, o genuinamente inspiradora y constructiva. Lo más estresante y angustiante probablemente no serán sus exámenes o incluso su trabajo de tesis, sino los seminarios en los que pasará al frente a explicar su trabajo ante otros estudiantes y profesores ansiosos de presumir cuánto saben.

Así que si uno busca alejarse de leer y escribir, de trabajar en una computadora o de hablar ante un público hostil, elegir la ciencia es probablemente mala idea. En el mejor de los casos, tras algunos años de trabajo, desvelos y presión constante, tendrá un problema solucionado y documentado en forma de artículos publicados y una tesis de doctorado que presentará (y defenderá) ante un panel de profesores. Y tan-tán.

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Hay muchas variantes del trayecto anterior. En algunas instituciones se busca que los alumnos publiquen lo antes posible como parte de su trabajo desde el nivel de licenciatura, aunque sean cosas relativamente básicas. También hay alumnos brillantes que producen material realmente bueno mucho antes de llegar al doctorado. Es raro, pero ocasionalmente también llegan al nivel de posgrado personas que no tienen nada qué andar haciendo ahí, aunque esto lo dejaré para después, cuando retomemos la administración y los incentivos a los que aluden las citas introductorias. Por lo pronto, basta decir que la ruta estándar básica a la ciencia es licenciatura-maestría-doctorado. Algunas rarísimas excepciones, como el recién fallecido físico teórico Freeman Dyson, han logrado aportaciones monumentales sin contar con un doctorado.

Ah, pero para el resto de los mortales están los postdoctorados.

Hace unos cincuenta años hubiera sido suficiente la ruta básica anterior. Con un buen trabajo de doctorado y algunas cartas de recomendación estratégicas, lo demás era cuestión de cuánto se estaba dispuesto a viajar. Hoy en día la parte de viajar es prácticamente obligatoria pero, en parte por buenas y por malas razones, se ha adoptado la figura del postdoc como una especie de limbo entre el fin del doctorado y la contratación en algún centro de investigación. En los casos más benignos el postdoc sirve efectivamente como una extensión del doctorado pero con otro asesor y en otra universidad. Este segundo asesor arma un proyecto de investigación en el que incluye a uno o más postdocs como asociados, usualmente por un periodo de uno o dos años (se le dice postdoc tanto a la estancia como a la persona que la hace). En los casos exitosos el postdoc logra producir suficiente trabajo impresionante para ser contratado en alguna institución académica cuando termine.

Son muy pocos los casos en los que esto sucede. Usualmente se requieren dos, tres, o más estancias de postdoctorado para encontrar una oportunidad de trabajo estable como investigador.  En cada ocasión la joven investigadora tiene que despedirse, empacar, posiblemente aprender otro idioma, y volver a empezar en otro lado sin más continuidad que la de su investigación. Como la vida es complicada y no se detiene, algunas personas forman relaciones y familias mientras están en esta etapa de inestabilidad, o incluso las tenían desde sus días de doctorado. Para muchos es demasiada la incertidumbre y abandonan la ciencia definitivamente, incluso si están por su cuenta. Todavía tendrán muchas opciones, pero se encontrarán con una década de desventaja en cuanto al mundo no-académico se refiere.

Solo algunos pocos llegarán a ser contratados como investigadores (generalmente no pueden darse el lujo de escoger dónde). Un estudio de 2014 encontró que en Reino Unido 30 de cada 100 doctores en ciencias buscan postdoctorados, y solo 4 logra una contratación como investigador. Cada vez son más comunes los contratos temporales con renovaciones constantes en vez de puestos definitivos. La mayoría de las instituciones ha creado un sistema de castas académicas, que abarcan profesores asistentes, asociados, adjuntos, titulares, o con el  famoso tenure en EEUU, una especie de inmunidad académica cada vez más difícil de obtener.  En la práctica todos investigan y enseñan, pero la letra chiquita de sus contratos permite despedir a unos fácilmente y a otros no, o asignarles responsabilidades administrativas distintas.

A diferencia del caso romantizado, o incluso de la perspiración que mencionaba Edison, la mayoría de los investigadores dedican el grueso de su tiempo a la tramitología. Los documentos con los que más trabajan no son artículos científicos, sino informes, reportes, solicitudes, justificaciones, evaluaciones (de sus alumnos y de ellos mismos) y, por supuesto, pilas virtuales de correo electrónico. Si además son coordinadores de su departamento o posgrado estas responsabilidades administrativas se duplican. Entre todo esto deben encontrar tiempo para seguir con su investigación y atender a sus alumnos, tanto de clases grupales como discípulos de posgrado.

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Al modelo de medir la productividad de un científico por medio de sus publicaciones y cuánto éstas son citadas se le conoce como publish or perish (publica o muere). Cuando el mundo era suficientemente pequeño para que los investigadores y alumnos de un área de investigación se conocieran entre todos, la publicación en revistas científicas se usaba exclusivamente para una cosa: comunicar resultados a los colegas. Aunque la revisión anónima de los artículos como control de calidad apareció desde el siglo XVIII, en el mundo científico moderno no se adoptó hasta después de la Segunda Guerra Mundial. El crecimiento en el número de investigadores y artículos, junto con la proliferación de subespecialidades más allá del alcance de cualquier editor, produjeron la necesidad de asegurar la calidad de las publicaciones delegando la edición a otros investigadores, proceso conocido como peer review o revisión por pares. Una tangente más que no voy a explorar aquí es la eficacia de la revisión por pares: basta por ahora decir que es útil pero imperfecta.

Lo que definitivamente sí lograron las medidas de aseguramiento de calidad en la investigación científica fue generar cuantiosas métricas. No es fácil cuantificar el prestigio de un científico, pero sus publicaciones sí. No se puede medir la influencia de un artículo, pero cuántas veces es citado por otros artículos sí. La excelencia pedagógica de un profesor es algo que cualquiera puede reconocer cuando la ve, pero si tienes que ponerle un número entero lo que acabas midiendo es cuántos alumnos ha titulado. La captura de información editorial en formato digital ha hecho de estas mediciones un ejercicio de cómputo trivial. Tan trivial, que hasta puede hacerlo gente que no sabe nada de ciencia, ni le interesa. Es algo tan trivial que no requiere más que una conexión a internet y una hoja de cálculo. Es algo tan trivial que hasta lo puede hacer un administrador.

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Por supuesto que administrar es necesario. Uno tiene que saber cómo va, a dónde y con qué costo. El problema es que el producto de la investigación científica no es un bien tangible. Es, fundamentalmente, conocimiento. Puedes tomar los insumos y resultados del conocimiento, meterlos a una caja y enviarlos por paquetería, pero al conocimiento mismo no. Aunque se puede transmitir, esto no se hace poniéndolo en una botella que alguien pueda tomar y ya. Más bien, esto se logra a través de comportamientos que la gente ejecuta, como enseñar, pensar, leer o experimentar. Las actividades que generan conocimiento pueden dejar rastros físicos en forma de artículos, libros, dispositivos, títulos o destacados premios, pero es un error equipararlos, tal como es un error equiparar las huellas de un animal con el animal.

Y entonces llegamos al fin a las métricas y los incentivos corruptores. La presión por publicar conduce a que se inunden las publicaciones con trabajos frívolos,  mediocres u ociosos, que son aceptados porque los mismos investigadores saben que sus propios resultados frívolos, mediocres u ociosos pudieran ser lo que los salve a ellos cuando llegue su siguiente periodo de evaluación. A pesar de que casi toda la investigación se hace con dinero público, y de que el trabajo de revisión y edición lo hacen gratis los propios científicos, las revistas cobran fortunas por dar alojamiento a estos trabajos y efectivamente esconderlos del público que pagó por ellos. Universidades buenas y no tan buenas pagan subscripciones a estas revistas porque su prestigio—el número de artículos de los suyos que están ahí—depende de ello.

Como es difícil medir la calidad del conocimiento, las administraciones universitarias mejor miden sus huellas: cuántos alumnos entran, cuántos se titulan, cuántos artículos se producen. Cada que sea necesario—si algún político amenaza con un recorte de presupuesto, por ejemplo—cualquiera de esas cantidades se puede aumentar a conveniencia: admites más personas, reduces los estándares para titularlas, las mandas a publicar lo que puedan y ¡pum!, tienes un posgrado de calidad. Los investigadores mismos tienen poca opción mas que cooperar: algo tienen que escribir en sus informes, y más cuando su sueldo o empleo mismo dependen de ello.

La obsesión por elevar las métricas ha creado gente ultra-preparada sin oportunidad de ejercer lo que sabe, porque simplemente no alcanzan los empleos académicos para desquitar su década de estudio técnico ininterrumpido.  El mercado de investigadores estrella está tan saturado que los pocos que encuentran trabajo están felices de hacerlo por malos sueldos y contratos abusivos. También se ha propiciado la producción de alumnos "de relleno", con credenciales auténticas pero de pocas habilidades reales, porque pues a alguien había que admitir al posgrado para poder elevar los números y, una vez adentro, pues ni modo de no titularlos.

Todos los involucrados saben que así funciona el sistema y todos lo quisieran cambiar. Pero el costo de hacerlo es demasiado grande: de por sí tienen poco tiempo para su investigación y sus alumnos como para ponerse a hacer política, palabra sucia entre científicos. Algunos cuantos todavía usan el sistema "como si", tomándole la palabra y haciendo lo mejor por publicar solo resultados importantes y evaluando a sus pares con rigor. Poco a poco han surgido algunas medidas para mitigar los efectos de los incentivos perversos, como la pre-publicación de artículos en versiones "no oficiales" o iniciativas de open science, en las que se le apuesta al libre acceso y transparencia. Algunos incluso han optado por salirse del sistema por completo, como el físico teórico Garret Lisi, quien prefirió establecer compañías privadas para autofinanciar su investigación. En vez de arreglar el sistema se han creado otros sistemas paralelos, que pudieran o no superar algún día al tradicional. A estas alturas es demasiado pronto para saber qué va a prevalecer, e incluso no descartaría una coexistencia incómoda permanente entre los sistemas.

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Hace algunos años el economista Bryan Kaplan escribió The Case Against Education, donde argumenta que el sistema de educación superior es un caso particular de señalización, no de preparación para la vida profesional. Entre otras cosas interesantes, según Kaplan los posgrados no sirven para formar sino para filtrar: seleccionan a las personas que pueden aguantar años de trámites inútiles que se interponen a sus pasiones más preciadas. Ese es el valor del título de posgrado, dice Kaplan, y no el conocimiento que se acumuló o generó. Su argumento es más sofisticado que esto y no alcanzo a explicarlo todo aquí, pero de todos modos estoy en desacuerdo.

Sí, ciertamente los investigadores modernos aguantan mucho en cuanto a tramitocracia, pero también saben un montón de cosas que resuelven problemas del mundo real. Creo que Kaplan comete el mismo error que los administradores, que es confundir los efectos y métricas que deja la producción del conocimiento con el conocimiento en sí y, a un paso más, con los productos del conocimiento. A pesar de todo, en general la ciencia sigue (por ahora) gracias a la inteligencia, curiosidad y obsesión de quienes realmente la practican. No es fácil de arreglar, pero seguramente lo pueden hacer si pueden hacer aceleradores de partículas en su cochera.