2020-11-28

Libertad de Expresión


Hay una confrontación total entre la mente irónica y la literal: entre todo tipo de comisario e inquisidor y burócrata y aquellos que saben que, cualquiera que sea el rol de las fuerzas sociales y políticas, las ideas y los libros deben ser formuladas y escritos por individuos.

—Christopher Hitchens, For the Sake of Argument

El respeto es el enemigo de la tolerancia.

—Nick Cohen, You Can’t Read this Book

Si tienes la razón acerca de alguna cuestión y te encuentras con alguien que está equivocado, puede que te sientas confundido, frustrado, o incluso ofendido. Si estás equivocado acerca de esa cuestión y te encuentras con alguien que tiene la razón, puede que te sientas confundido, frustrado o incluso ofendido también. Incluso si estás equivocado y discutes con otra persona equivocada de un modo distinto te sentirás confundido, frustrado u ofendido. Por lo tanto, los sentimientos que provoquen los puntos de vista de los demás son irrelevantes para determinar qué tan correctos son los puntos de vista en sí. Además, si tienes la razón acerca de algo, ¿no quisieras poder contarlo, para poder persuadir a quienes están equivocados? Si estás equivocado acerca de algo, ¿no quisieras poder saberlo, para poder dejar de estar equivocado? Cuando no está disponible la vía de la persuasión, solamente queda la de la imposición. ¿Acaso es necesario, a estas alturas, explicar por qué esto es indeseable?

Los argumentos a favor de la libertad de expresión no son difíciles pero, a pesar de que ésta ha demostrado su superioridad con resultados concretos desde hace cientos de años en las sociedades donde se practica, requiere una defensa constante. Ya sabemos que los países que más limitan o prohíben la expresión son los países fallidos donde nadie quiere vivir—ni siquiera los populistas, islamistas, comunistas o fascistas que los crearon—. Las sociedades cerradas no pueden mantenerse salvo parasitando a las sociedades libres, aprovechándose de los recursos, derechos y libertades que éstas protegen pero que los tiranos prohíben en casa. Y saben que pueden hacerlo porque la naturaleza humana es tal que siempre habrá gente, incluso en las sociedades más libres y exitosas de la historia, que añore la sumisión: idiotas útiles que se desinforman solitos para defender a Trump, Putin o Maduro; impostores intelectuales que se dediquen a justificar o negar genocidios; alquimistas del lenguaje que inventen crímenes imaginarios agregando “-fobia” al final de “ruso” o “islam”; charlatanes relativistas que quieren “descolonizar” la ciencia o las matemáticas; fascistas, anarquistas o comunistas que buscan “derrocar al sistema” que les da la libertad de decir sus idioteces; todos estos enemigos del progreso y la modernidad, y muchos más que no alcanzo a citar por cuestión de espacio, existen y se expresan incluso en las sociedades más avanzadas.

Y, en cierto modo, así debe ser. Porque el costo que paga una sociedad que da libertad de expresión a todos sus miembros—incluso los más equivocados e indeseables—es menor que el costo que se paga al censurar. Decir que los nazis tienen puntos de vista indeseables y prohibirlos es fácil. Donde se pone interesante es cuando consideramos que todos los avances intelectuales y morales que nos han llevado a la modernidad fueron considerados extremos, obscenos o radicales en algún momento. Consideren, por ejemplo, que las mujeres no pudieron votar en muchos países (incluyendo México) incluso años después de que se derrotara rotundamente a los nazis. Y consideren, también, que ese logro fue el resultado de mucho debate y no de una guerra.

La libertad de expresión es la madre de las demás libertades, porque nos permite discutir cuáles deberían ser las demás libertades. Es el valor que permite definir y defender a los demás valores, o cuestionar si deberían ser valores en primer lugar. Sin la libertad de expresar y criticar a quienes se expresan, estamos a la merced de la imposición y la arbitrariedad. 

Por esto, el costo que pagan las sociedades cerradas no es solamente en desaparecidos, prisiones secretas o alambres de púas, sino en desarrollo. Una vez que un régimen totalitario se consolida y se asume como correcto por definición, necesariamente se estanca o retrocede porque no permite que sus errores sean siquiera señalados—mucho menos corregidos—. El mismo mecanismo que permite aplastar los puntos de vista indeseables, incluso suponiendo que fueran de los casos fáciles, necesariamente aplasta también a la curiosidad y la innovación, porque en los regímenes totalitarios éstas son indeseables por definición. Por otro lado, el costo que pagan las sociedades abiertas es tener que lidiar con las opiniones de algunos tontos incómodos.

Hablando de tontos incómodos, ¿a quién se le daría el trabajo de decidir qué podemos ver, leer o escuchar los demás? ¿Qué especie de burócrata sería el indicado para realizar esta labor? ¿Acaso debería haber un comité, o un politburó? ¿Deberíamos dejarlo a votación, quizá, y que decida “el pueblo” qué películas se pueden verse, libros leerse, u oradores escucharse? Incluso si pudiéramos llegar a un consenso de qué contenido sería permitido y prohibido, ¿cuántos recursos habría que destinar en aplicar dicha ley? ¿No tienen mejores cosas qué hacer las fuerzas del orden—particularmente en países en desarrollo—que andar confiscando pinturas, música, libros y películas, arrestando a quienes se resisten y combatiendo un mercado negro intelectual y artístico?

El lente totalitario/autoritario también es útil para entender dónde poner los límites a la expresión, si acaso. Aquí es sumamente útil la distinción entre lo público y lo privado, y la observación de que el totalitarismo es la abolición de los límites entre éstos, notada en distintas formas por gente como Hannah Arendt y George Orwell. Este análisis tiene el beneficio adicional de empatar con nuestras intuiciones sobre la privacidad y la propiedad privada: por más que uno crea en la libertad de tránsito y de asociación, nadie quiere que un extraño lo siga a todos lados, ni que transite hasta y dentro de la casa de uno. Con un mínimo de imaginación, podemos extender esta consideración hacia otros también y concluir que nadie quiere vivir en un mundo así. Con la expresión es lo mismo: lo que la gente decida exponer de sí para el mundo es cancha reglamentaria; lo que mantenga en privado, no. El daño de cualquier cantidad de críticas o insultos públicos a una persona (que ya vimos es irrelevante para el mérito de los puntos de vista) es trivial comparado con el daño que puede ocasionar divulgar su domicilio o su lugar de trabajo, que bien puede terminar con su vida.

La mayor parte de la historia humana careció de la libertad para expresarse. Es un fenómeno reciente y, me parece, indebidamente controversial en nuestros tiempos. Tristemente, todavía son muchos los países del mundo que aún no la han conocido y no hay ninguna ley de la Historia que diga que la vayan a conocer. Los argumentos y los resultados a favor de la libre expresión son fáciles de entender y apreciar, y sin embargo requieren defensa constante incluso donde ésta existe. Algo así pasa con la evolución, el materialismo o el liberalismo democrático en general; los debates decisivos ya ocurrieron, e incluso hace mucho, aunque tantos siguen sin enterarse. Habrá que decirles.