2015-12-11

El Nuevo Ateísmo

La religión comenzó cuando el primer charlatán encontró al primer tonto.
-Voltaire

Y seguramente, el ateísmo comenzó con la primer persona que se dio cuenta de lo que estaba pasando. Entonces, la incredulidad sobre la dimensión divina ha estado con la humanidad desde tiempos inmemoriables. Y es así, tras milenios de señalar lo obvio, que finalmente se llega en la última década a un movimiento conocido como el Nuevo Ateísmo. Curiosamente no tiene posturas nuevas en sí, en cuanto a que sigue siendo una reacción a los intentos de los creyentes, sofisticados o corrientes, de articular conocimiento acerca de cosas que no pueden saber. Más bien el movimiento, si se le pudieran llamar así, es una cuestión de actitud más que de lógica o evidencia: los “nuevos” ateos se distinguen por no lamentar, en lo absoluto, su incredulidad. Lejos de disculparse, esta nueva estirpe de intelectuales critica las malas ideas sin piedad ni compasión—tal como debería ser, diría yo.

Uno de los intelectuales más asociados con el Nuevo Ateísmo es el filósofo y neurocientífico Sam Harris, que hizo la inauguración de facto de esta nueva corriente con el libro The End of Faith (El Fin de la Fe) en 2004. Convenientemente, el mensaje puede resumirse en un documento de su misma autoría, el Manifesto Ateo (2005). Si tuvieran que resumirse todos los argumentos para entender por qué ningún dios existe y, además, de por qué vale la pena hacer algo por corregir el problema de la fe en sí; y si tuviera que hacerse ese resumen en menos de diez páginas, este documento sería por mucho el más indicado.

Harris revisa ejemplos de problemas clásicos que los creyentes fracasan en resolver, como el Problema del Mal y la obvia incompatibilidad de los distintos credos. Esto es el procedimiento usual en un tratado ateo, pero Harris también da un paso adicional que faltaba hasta entonces: la crítica de la moderación religiosa. A considerar:

Aunque es suficientemente fácil para la gente inteligente criticar el fundamentalismo religioso, algo llamado “moderación religiosa” todavía disfruta de un inmenso prestigio en nuestra sociedad, aún en las torres de marfil. Esto es irónico, al ser los fundamentalistas los que tienden a hacer un uso más consistente de sus cerebros que los “moderados”. Mientras que los fundamentalistas justifican sus creencias religiosas con evidencia y argumentos extraordinariamente pobres, al menos intentan la justificación racional. Los moderados, por otro lado, generalmente no hacen más que citar las buenas consecuencias de la creencia religiosa. En vez de decir que creen en Dios porque ciertas profecías bíblicas se han cumplido, los moderados dicen que creen porque eso le “da significado a sus vidas”. Cuando un tsunami mató a unos cientos de miles de personas el día después de Navidad, los fanáticos rápidamente interpretaron este cataclismo como evidencia de la Ira de Dios. Al parecer, Dios estaba enviando a la humanidad otro mensaje oblicuo acerca de los males del aborto, la idolatría y la homosexualidad. Aunque sea moralmente obscena, esta interpretación de los eventos es más razonable, dadas ciertas (ridículas) suposiciones. Los moderados, por otro lado, se rehúsan a llegar a cualquier conclusión acerca de Dios a partir de sus obras. Dios permanece como un misterio perfecto, una mera fuente de consuelo que es compatible con la maldad más desoladora. En cara de desastres como el tsunami asiático, la piedad liberal es apta para producir los sinsentidos más untuosos y estupefacientes que se puedan imaginar. Y aún así, hombres y mujeres de buena voluntad naturalmente prefieren tales vacuidades a la odiosa moralización y profetización de los verdaderos creyentes. Entre catástrofes, es ciertamente una virtud de la teología liberal que enfatiza la misericordia sobre la ira. Pero vale la pena notar que es la misericordia humana la que entra en acción—no la de Dios—cuando los cuerpos hinchados de los muertos son recuperados del mar. En los días en que miles de niños son arrancados de los brazos de sus madres y ahogados casualmente, la teología liberal debe ser expuesta por lo que es: la pretensión moral más pura. Incluso la teología de la ira tiene más mérito intelectual. Si Dios existe, no es inescrutable. Lo único inescrutable en estos eventos terribles es que tantas personas neurológicamente sanas puedan creer lo increíble y pensar que es la cima de la sabiduría moral.

[…]

Aquí podemos ver por qué la Apuesta de Pascal, el Salto de Fe de Kierkegaard y otros esquemas Ponzi epistémicos no sirven. Si Dios existe y se manifiesta de algún modo, la razón para creer es esa manifestación. Tiene que haber alguna conexión causal, o la apariencia de una, entre el hecho en cuestión y la aceptación de ella. De este modo, podemos ver que las creencias religiosas, si son creencias acerca de cómo es el mundo, deben ser empíricas en su espíritu como cualquier otra creencia. Con todos sus pecados contra la razón, los fundamentalistas entienden esto; los moderados—casi por definición—no.
Lamentablemente, es obligatorio en un tratado de esta naturaleza hacer un alto en los supuestos crímenes del ateísmo a través de la historia. Primero, esto es porque los acusadores invariablemente no entienden qué es el ateísmo en primer lugar. El ateísmo por si solo no puede ser motivación para nada, porque es simplemente la falta un creencia en un dios. No hay un camino lógico que se pueda seguir partiendo de “no creo que tu dios exista” y que termine en “por lo tanto te voy a exterminar”. Decir que el ateísmo motiva cualquier cosa es como decir que no leer libros lleva a uno a escribir reseñas. Harris de nuevo:
El ateísmo no es una filosofía; ni siquiera es una visión del mundo. Es simplemente un rechazo a negar lo obvio. Desafortunadamente, vivimos en un mundo en el que lo obvio es ignorado por cuestión de principio. Lo obvio debe ser observado, re-observado y argumentado. Este es un trabajo malagradecido. Lleva consigo un aura de irritabilidad e insensibilidad. Es, sobre todo, un trabajo que el ateo no quiere.
Sobre las atrocidades del siglo XX, Harris repasa algunos mitos comunes acerca de las ideologías de los regímenes involucrados. Los Nazis fueron muchas cosas, pero ateos o laicos no. En el caso del comunismo, aún cuando pudiera ser explícitamente anticlerical, no se distinguía por ser precisamente sensato. Además, estos regímenes deben contraponerse a las sociedades altamente ateas actuales como Suecia, Finlandia, Noruega, Islandia, Alemania, Japón, Bélgica y otras más, que son de las más prósperas según cualquier métrica que se quiera escoger.
Auschwitz, los gulags y los campos de muerte no son ejemplos de lo que pasa cuando la gente se vuelve demasiado crítica de las creencias injustificadas; por el contrario, estos horrores testifican sobre los peligros de no pensar críticamente acerca de ciertas ideologías seculares específicas. Sobra decir que un argumento racional en contra de la fe no es un argumento a favor del ateísmo como un dogma. El problema que el ateo expone no es más que el problema del dogmatismo en sí—del cual toda religión tiene más que su debida parte. No hay sociedad registrada en la historia que haya sufrido porque sus habitantes se hicieran demasiado razonables.
Enumerar los conflictos religiosos y sus orígenes es relativamente sencillo, para lo cuál basta a uno ver cualquier sección de noticias en cualquier día. Los creyentes tienen mucho en juego si creen que su salvación eterna depende de creer en el dios correcto y seguir las reglas que él (¿ella?) les ha desplegado. Como la razón y la evidencia están descartados como método para determinar quién tiene la razón, los creyentes de distintos bandos resuelven sus diferencias por otros medios. Es el ateo quien se detiene a señalar que los emperadores de todos los reinos están desnudos. El problema de fondo es la fe como una epistemología que usurpa a la razón y la evidencia:
Cuando tenemos buenas razones para lo que creemos, no necesitamos la fe; cuando no tenemos razones, o tenemos razones malas, hemos perdido nuestra conexión con el mundo y con los demás. El ateísmo no es más que un compromiso con el estándar más básico de honestidad intelectual: las convicciones de uno deberían ser proporcionales a la evidencia que tenga uno. Fingir certeza cuando uno no la tiene—de hecho, pretender estar seguro acerca de cosas por las que la evidencia ni siquiera es concebible—es fracaso tanto moral como intelectual. Solo el ateo se ha dado cuenta de esto. El ateo es simplemente una persona que ha detectado las mentiras de la religión y se ha negado a hacerlas suyas.

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