Hay mejores y peores maneras de llegar al conocimiento. Para propósitos de este artículo podemos dejar la definición en estatus de “lo reconozco cuando lo veo” y, en ese espíritu, también voy a suponer que tener más conocimiento, en general, es mejor (esto no es tan obvio en algunos casos). Si yo quisiera saber, por ejemplo, cuánto mide una pared en la que quiero poner un librero, hay mejores y peores maneras de hacerlo. Puedo, por ejemplo:
- Medir la pared con cinta métrica, flexómetro o similar;
- Obtener el dato a partir de los planos de la casa;
- Proyectar sobras sobre la pared y determinar sus dimensiones por trigonometría;
- Estimar “a ojo”;
- Preguntar a otras personas;
- Lanzar unos dados;
- Leer cartas de Tarot;
- Esperar la respuesta en un sueño o una aparición;
- Rezar.
El término escepticismo es ahora una especie de mancha de tinta cuyo significado depende de quién lo usa y para qué. Por un lado se refiere a la actitud loable de siempre procurar usar los mejores métodos para “medir” e interpretar al mundo. Por otro lado se le asocia con la falta de una virtud, específicamente, la fe (esto no es un problema para nada porque la fe no es una virtud, pero ese es otro artículo). Finalmente, es simplemente usado como un disfraz para el negacionismo. Que deberíamos usar los mejores métodos para medir y pensar parecería algo incontrovertible, hasta que uno especifica qué es lo que quiere medir y sobre qué quiere pensar y, entonces, siempre hay quienes se oponen a que se mida y se piense.
En su mejor versión el escepticismo tiene un efecto curioso: ¡el escéptico cree un montón de cosas y con gran convicción! Resulta que, por más limitados que pudiéramos ser como humanos, sabemos cada vez más y, poco a poco, aplicando los mejores métodos que tenemos para llegar al conocimiento, acumulamos mucho de éste y lo usamos para cambiar nuestro mundo y a nosotros mismos, así comprobando que algo sabemos. Ser escéptico en este sentido es, parafraseando a David Hume, creer en proporción a la evidencia. Y tenemos un montón de evidencia para un montón de cosas. Cada cosa que sabemos destapa otra que no, y así el proceso se repite continuamente y, con él, el conocimiento se acumula.
Por esto es tan frustrante para quienes nos suscribimos a esta forma de escepticismo—cual imperfectamente—ver el término usado por “escépticos” del cambio climático, la vacunación, la llegada a la Luna o incluso el Holocausto. Estos individuos saben del prestigio intelectual que tiene el escepticismo en el otro sentido y lo aplican a sí mismos, castrado, mutilado e invertido. Una cuidadosa consideración de la evidencia y de cómo pudiéramos estarla interpretando mejor o peor es precisamente lo que no están haciendo. Se escudan tras una actitud pseudocrítica para evitar ser, justamente, críticos (“¿Qué? Si yo solo estoy haciendo preguntas, como buen escéptico”). Su meta no es buscar el conocimiento, sino suprimirlo. Es por eso que, en el buen sentido del término, no hay tal cosa como un “escéptico del cambio climático” o “escéptico de la vacunación” o, mejor dicho, los escépticos son quienes más creen estas cosas, porque no solo han hecho las preguntas sino que también han considerado las respuestas y los métodos para obtenerlas, y han reconocido que algunas son realmente mejores que otras. Los otros son solamente negacionistas que, lejos de acumular conocimiento, en el mejor de los casos acumulan solamente superstición.